Santiago Macías
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Traemos en esta ocasión a nuestra Revista la colaboración de una pluma invitada, el trabajo de un escritor consagrado: Se trata del amigo y compañero Santiago Macías, berciano y Vicepresidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH). Además de haber colaborado en diversas publicaciones y asesorar históricamente en la realización de variados documentales sobre la guerra civil, la dictadura franquista, y la guerrilla, es autor de “Las fosas de Franco” (junto a Emilio Silva), y de “El monte o la muerte”, publicados en Temas de Hoy en 2003 y 2005, y mantiene una comprometida columna de opinión en La Crónica de León. El relato con el que nos obsequia, inédito y basado en un episodio real, fue origen del que, extractado y retitulado “Los Corrales 1942”, obtuvo en 2001 el II Premio de Relatos Cortos de la Federación de Comunidades Andaluzas.
J. Cabañas
(Publicado el número 95 de la Revista Jamuz, en el que debía de haberse incluido este relato, comprobamos que no ha sido así, lo cual lamentamos. Nos informan los responsables de la Redacción que ello ha sido debido a problemas de espacio en la maquetación de dicho número, y nos aseguran que se incluirá en el próximo).
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Hay quien asegura que la vejez es como la segunda niñez de las personas y no sé que habrá de cierto en ello, pero es curioso que cada año por estas fechas, regresan a mi memoria los mejores recuerdos de la infancia, y aquella navidad de 1945 que pasé en Ferradillo, con apenas nueve años, forma parte de ellos.
Ferradillo es hoy sólo la sombra de lo que fue; abandonado desde principios de los setenta la vida que corría por sus calles ha dejado paso a la maleza que se ha adueñado de paredes y tejados, convirtiéndolos en parte del paisaje fantasmal que se divisa desde lo alto de los monumentales peñascos que flanquean la aldea, y que adornados por la nieve invernal se visten de blanco desde los meses de noviembre hasta los primeros días de la primavera.
Pero en aquellos años grises de posguerra, de hambre, y de una sequía sólo aliviada a veces por las lágrimas de los que perdieron, incluso hasta aquel minúsculo reducto de vida llegaría el duelo suspendido de los que se quedaron por aquellos que se llevaron y que nunca volvieron; Don Marcial, el maestro, sería el primero en sufrir la ira de los intransigentes, que no le perdonarían el haber antepuesto los libros al catecismo; Detrás de él iría Avelino el de la tía Rosenda, Augusto “El raposo” o Ricardo, el dueño de la tienda y la cantina donde se agolpaban los vecinos para escuchar el único aparato de radio que había en la aldea.
Ferradillo era conocido en aquel tiempo como “la pequeña Rusia”. Yo ya lo había oído, aunque no entendía de donde venía tal apodo. Lo había escuchado por primera vez en casa de Jorge, un chaval que jugaba conmigo en el equipo de fútbol infantil de la Escuela Nacional. Su padre era un guardia civil que hacía las veces de comandante de puesto en el cuartelillo de San Esteban de Valdueza. Argüelles, que así se llamaba, pasaba largas temporadas fuera de casa con sus subordinados persiguiendo a unos hombres que se habían quedado por los montes finalizada la guerra. Los bandoleros, como solía llamarles Jorge, eran unos tipos terroríficos que se dedicaban a robar a humildes campesinos, violar a sus mujeres y secuestrar a sus hijos. Las últimas noticias les situaban merodeando por los montes cercanos a Ferradillo, en la frontera con las agrestes tierras de La Cabrera.
Por eso, cuando a principios de diciembre mi madre enfermó y fue trasladada al Hospital Provincial, se me cayó el mundo encima; mi padre la acompañaría mientras yo, en su ausencia, pasaría las vacaciones de navidad con mis tíos Antonio y Marina, campesinos de Ferradillo. Aquello que había escuchado en casa de Jorge hacía que, por primera vez, no me hiciese mucha gracia pasar una temporada fuera de Ponferrada, en aquel pequeño reducto de vida y a merced de los protagonistas de mis peores pesadillas.
Llegó el día de mi partida y muchos de mis amigos se acercaron a despedirme a la parada de autos Pelines. Mi obsesión provocaba que, a medida que se acercaba la hora de salida, fuera notando cada vez más en los rostros de todos ellos una expresión parecida a esa que ponemos cuando estamos ante alguien al que creemos que nunca más volveremos a ver. Esa fue la última imagen que captaron mis ojos desde la ventanilla trasera del coche. Las lágrimas me impidieron ver el resto ¡Adiós amigos. Hasta siempre…!
Mi tío Antonio era alto, fuerte y con gesto serio. La vida no lo había tratado bien. Mi padre me contó que durante la guerra pasó a pie hacia Asturias para más tarde, por mar, cruzar toda la península hasta llegar a algún lugar del Levante. Apresado poco después, pasaría cuatro años de prisión, hambre y miseria en los más célebres campos de concentración y cárceles de España; Albatera, Burgos, El Dueso, San Marcos… Aquel invierno de 1945 se cumplían dos años desde que alcanzara la libertad condicional. Pero aunque suene a paradoja, aquellos cuatro años de calamidades le servirían para poder afrontar un futuro que hubiera sido diametralmente diferente de haber optado por quedarse en el pueblo.
Solía llevar una pelliza de cuero que le había comprado a Carlos, un tendero de San Clemente de Valdueza y el único que se atrevía a cruzar la sierra para vender su mercancía por aquellos pueblos. La llevaba puesta cuando me bajó a buscar a caballo al final del trayecto del coche de línea, en el Campo de las Danzas. En aquel punto finalizaba una antigua carretera que, en su día, había sido proyectada para unir El Bierzo y La Cabrera pero cuyas obras no se llegarían a concluir por causa de la guerra. Después de los saludos, me subió a lomos del animal para emprender el camino que nos llevaría a Ferradillo.
Al llegar al alto, en el camino que discurre paralelo a las peñas, y cuando ya empezábamos a divisar el pueblo desde la cumbre de un cerro, un hombre nos salió al paso. Llevaba una boina en la cabeza, un fusil colgado del hombro y unas cananas llenas de cartuchos rodeándole el pecho. De la parte superior de su hombro salía un pequeño hilo rojo, como de sangre. Tras una especie de saludo levantando el puño, mi tío le entregó un paquete de mercancía que viajó en el mismo coche de línea en el que yo había venido. No dejaba de mirarme de arriba abajo. A pesar de hablar entre dientes, pude entenderle cuando le preguntó a mi tío quien era yo. Mirando de nuevo hacia mí, de nuevo bajó la voz para pedirle a Antonio que localizara a Don Lodario[1], el médico de San Esteban. Al despedirse, se internó en el bosque y en pocos segundos desapareció entre la espesura de los robles y las encinas. No podía dejar de pensar en aquel hombre, por eso, cuando llegamos a las puertas del pueblo no aguante más tiempo sin preguntar a mi tío; “Es un cazador amigo mío que hace la temporada por estos montes. Está herido y necesita ayuda” Me explicó.
Mi tía Marina era bajita y regordeta. Siempre llevaba puestas unas galochas y un mandilón agujereado con el que se limpiaba la cara para besarme cada vez que me veía. Luego me aplastaba contra su pecho como si fuera el hijo que nunca tuvo. Había salido del pueblo apenas una docena de veces. La primera, pocos días después de casarse, cuando tuvo que bajar con mi tío al juzgado para firmar el acta de un matrimonio al que la guerra arrebataría sus mejores años. La última, cuando tuvo que iniciar un largo peregrinaje para pedir clemencia por su marido y que le llevaría desde el Obispado de Astorga hasta el despacho del mismísimo gobernador civil.
En Ferradillo había pocos chavales de mi edad. Uno de ellos era Gabriel, el hijo de Pablo, uno de los mejores amigos de mi tío y el hombre con el que pasaba largas horas junto a otros vecinos del pueblo hablando de temas que no entendíamos. Con apenas doce años, Gabriel había abandonado la escuela obligado por las tareas del campo y el cuidado del rebaño familiar. Al anochecer, finalizada ya la dura jornada de trabajo, nos juntábamos junto al rellano de las escaleras y allí permanecíamos hasta que se quemaban las últimas gotas de petróleo del candil.
Aquella noche sus ojos, por más que quisieran, no podían ocultar que habían llorado. Cuando le pregunté me lo contó; De regreso a casa se había encontrado con media docena de hombres que, vestidos con monos azules, se habían llevado el mejor cordero del redil. El precio del animal se lo abonarían con tres vergajazos en las costillas. No era la primera vez que le pasaba. Le consolé como pude y tras despedirnos, regresé a casa sin dejar de pensar en que quizá aquellos eran los hombres de los que me había hablado el padre de Jorge en su casa de Ponferrada.
Sólo unos minutos después de llegar a casa, un puño aporreó la puerta de la cuadra situada en la parte inferior de la vivienda. Cuando abrí, pude distinguir en la oscuridad del rellano al cazador que nos habíamos encontrado el día de mi llegada. Al verme, hizo una señal tras la cual salieron de la penumbra otros cinco hombres; el primero casi de su misma edad y los otros cuatro más jóvenes, pero todos con el mismo semblante de hambre y de frío. Sus ropas harapientas y su aspecto desaliñado les daban un aspecto temible.
Ya en el interior de la casa, uno de los jóvenes despejaría los cacharros de la mesa y posaría en ella el contenido del saco que llevaba a la espalda. En su interior, más de una docena de conejos de monte con la marca inconfundible del lazo metálico: “Prepáralos con cachelos y pimentón”, dijo el supuesto cazador a mi tía, mientras penetraba junto a sus compañeros en la habitación contigua a la cocina. Luego, colgarían sus armas largas en las argollas metálicas que pendían de la viga central de la cocina. Las cortas, en el interior de la sobaquera, de la que no se desprendieron a pesar de estar semidesnudos mientras la ropa secaba al calor del fuego. Sentados frente a él esperaron hasta que, sólo unos minutos después, llegó mi tío.
Poco después, mientras mi tía bajaba a la bodega por un poco de vino, el que hacía las veces de jefe del grupo se descubrió la hombrera de la camiseta para mostrarle a mi tío el proceso de curación de la herida que arrastraba desde el día de mi llegada al pueblo. Después, sacó de la morrala una jeringuilla para llenarla en un pequeño frasco de medicina que se inyectó más tarde en el brazo.
Casi no le había dado tiempo a introducir el contenido de la inyección cuando Pablo, el padre de Gabriel, daba el aviso aporreando la puerta que daba acceso a la parte trasera “¡Han llegado!, ¡Ya están aquí!”. Automáticamente, los seis hombres se metieron de nuevo en la habitación contigua, casi con la misma rapidez con la que mi tía escondía bajo la pila de fregar la perola en la que ya empezaban a cocer los conejos y los cachelos. No había pasado ni medio minuto cuando de nuevo aporrearon la puerta inferior de la cuadra. De nuevo bajé a abrir y de nuevo la misma imagen; media docena de hombres armados con el mismo aspecto desaliñado que los anteriores. Sin cruzar palabra, uno de ellos me apartó de la entrada de un empujón que casi me hizo caer. Luego, comenzaron a entrar, uno a uno, en el interior de la casa.
Mi cabeza no dejaba de dar vueltas pensando en la identidad de unos y de otros, intentando diferenciar cual de los dos grupos era aquel del que me había hablado Jorge y cual el que había tenido el incidente con Gabriel sólo unas horas antes. Pero todas las dudas quedarían despejadas cuando, ya en el interior de la casa, la luz de la pequeña bombilla de la entrada me ayudó a adivinar el rostro del hombre que cerraba el grupo. Allí estaba. Aunque jamás lo había visto en persona, pude distinguir perfectamente a Argüelles. Apenas se parecía a aquel que aparecía retratado en la foto que flanqueaba el pasillo de su casa de Ponferrada. Había cambiado el tricornio por un mugriento pasamontañas de lana y el verde uniforme engalanado de condecoraciones por un harapiento mono azul.
“Hoy toca cena y cama. Mañana temprano hay que cazar a esos rojos amigos vuestros”, grito amenazante Argüelles, mientras sus hombres colgaban los naranjeros y sus ropas mojadas en los mismos clavos que pendían de la viga de la cocina y que poco antes habían servido para hacer lo mismo a los que les precedieron, cuyo sitio frente al fuego ocupaban ahora los hombres de Argüelles.
En vista de lo que se avecinaba, la primera reacción de mi tío fue llevarnos disimuladamente a mi tía y a mí a una esquina de la cocina en un intento de protegernos de lo que era más que previsible. Quizá aquel gesto sumado al temor reflejado en nuestros rostros hizo percatarse a Argüelles de que algo extraño sucedía, pero cuando quiso reaccionar, el supuesto cazador ya había irrumpido desde el interior de la sala contigua y encañonando al guardia exclamó: “Soy el hombre al que buscáis, y estos cinco son mis compañeros”, al tiempo que salían, uno a uno y armados hasta los dientes, los hombres que le acompañaban. “Somos los guerrilleros del pueblo, el último reducto de un pueblo libre y estamos aquí porque vuestro Caudillo no nos ha dado otra opción que ésta; la de vivir como alimañas en el monte” Automáticamente, la primera reacción del grupo de Argüelles sería la de intentar alcanzar sus armas reglamentarias, pero el ruido de los cargadores y el frío del cañón en sus sienes les haría cambiar de idea y les acabaría por convencer de que quizás lo mejor para ellos era volver a ocupar de nuevo el banco de madera frente al fuego.
Los siguientes minutos transcurrirían en un silencio sepulcral, sólo quebrantado por el ruido de las armas del grupo de Argüelles mientras eran descargadas de su munición. Una vez despojadas de las balas, volverían a ocupar su lugar en la viga, ante la mirada impotente y resignada de sus propietarios.
Descartado ya el peligro de la más que previsible refriega, el líder del primer grupo se dirigió a Argüelles: “Os doy dos opciones: La primera es morir por Dios y por esa España que no es la misma que la nuestra; la segunda que cenemos todos juntos esta noche. Tú tienes la última palabra”, sentenció, al tiempo que ordenaba a mi tía que sacara de debajo de la pila la perola llena de conejos todavía humeante. Las palabras del líder del grupo devolvieron el color al semblante de los guardias, que habían empalidecido como la nieve. Uno de ellos, invadido por el terror, a punto estuvo de hacerse sus necesidades encima. Poco después, uno de los guerrilleros le acompañaría al huerto trasero a aliviarse.
Adentro, Argüelles estaba rojo como un pimiento, pero no le quedó más remedio que aceptar la segunda opción y ordenar a sus hombres que se sentaran alrededor de la humilde mesa de madera de la cocina. En las dos horas que duró la cena y la sobremesa no probó ni un bocado y apenas levantó la vista. Tan sólo lo hizo para mirar de reojo a mis tíos con un gesto que parecía el presagio de lo que vendría después, en caso de salir de aquella.
El líder del grupo guerrillero comprendió perfectamente el gesto de Argüelles. Quizás por eso, cuando acabaron de cenar y tras brindar a punta de pistola por una España libre y republicana, se levantó del sitio que ocupaba al frente de la mesa y dirigiéndose a los seis guardias les advirtió: “Hoy se ha cumplido la ley del más débil. Habéis respetado una parte del pacto y eso os permitirá poder vivir para contarlo, pero falta la última parte: Nosotros nos iremos y aquí quedarán estas gentes. No permitiremos que se tomen represalias contra ellos. A ninguno de nosotros nos gustaría estar en su lugar, ante el peligro que alguien descubra que nos ayudan o que os ayudan. Estas son las condiciones. En caso de no cumplirlas la próxima vez no daremos dos opciones; nosotros solamente tenemos una; defender nuestra vida porque nuestras ideas ya las habéis matado, y esperar el día en que alguien nos cace como a los conejos que acabamos de cenar. Ahora, nosotros por un lado y vosotros por el otro, y aquí no ha pasado nada”.
Puestos en pie, los guerrilleros devolvieron las armas completamente descargadas a sus propietarios, antes de perderse en la oscuridad de la noche. Luego, después de vestir sus capotes ya secos, el grupo de guardias hizo lo mismo pero en dirección contraria. Al pie del rellano, Argüelles echó la vista atrás para dirigir una mirada de odio hacia los que quedábamos allí. No hizo falta que mediara palabra alguna. El gesto hacía presagiar que no cumpliría la última parte del pacto. Después, cerró de un portazo el cuarterón superior de la puerta y se perdió en la noche.
En los meses posteriores se sucederían las represalias: Primitiva, la hija mayor de Ricardo el cantinero, desaparecería en extrañas circunstancias. Una mañana de verano de 1947 salió del pueblo tomando el camino en dirección a San Adrián y nunca más volvió. La casualidad quiso que lo hiciera el mismo día que diez años atrás lo había hecho su padre. Su cuerpo apareció pasados dos meses en las cercanías del Campo de las Danzas, completamente desfigurado, hasta el punto de que sólo pudo ser identificada por los pocos jirones de ropa que quedaban a su lado. Con el paso de los años se conocerían más detalles. Los guardias llevaban tiempo siguiéndola por tener la sospecha de que mantenía una relación sentimental con uno de los hombres que habían protagonizado el episodio en casa de mis tíos. Sabían también que su casa se había convertido, desde el final de la guerra, en uno de los principales puntos de apoyo de los guerrilleros. Era una tónica general en los hogares de las viudas que dejó la retaguardia.
Días después del hallazgo de su cadáver, cuatro guardias se presentaron en el pueblo para llevar a cabo un exhaustivo registro en su domicilio. En su interior hallarían varios ejemplares de un periódico clandestino editado por los hombres del monte y la máquina multicopista con la que era fabricado aprovechándose del ruido de la música que amenizaba a la mocedad en el baile dominical.
Sólo dos semanas después de la aparición del cuerpo de Primitiva, Pablo, el padre de Gabriel, correría la misma suerte. Un grupo de hombres armados le secuestraría mientras cuidaba del rebaño y en presencia de su hijo, cuyo testimonio en el cuartel de San Esteban de Valdueza de nada serviría; la guardia civil conocía tanto a los autores del secuestro como la actividad de Pablo durante todos aquellos años. Las terribles torturas a las que habían sometido a su hijo sólo unos días antes llevaría a las fuerzas tras el rastro. Gabriel nunca lo superaría. Los restos de su padre aparecerían en el límite de los términos de Ferradillo y Rimor.
Diez años después, un nuevo drama volvía a sacudir un pueblo que todavía no había tenido tiempo de restañar las muchas heridas que le había dejado la guerra. En los meses posteriores, apenas se tuvo noticias de aquellos hombres de las montañas. El terror acumulado había hecho mella en un pueblo que había pagado un precio muy caro por su compromiso en la lucha armada contra el régimen.
A finales de 1948, tres de aquellos hombres lograrían atravesar las montañas para llegar a un puerto asturiano, donde tomarían un barco que les llevaría, camino del exilio, a la localidad de San Juan de Luz, en Francia. Una vez allí, decidieron llevar a cabo una ingeniosa operación; conocedores de los registros que la guardia civil llevaba a cabo en la correspondencia de los enlaces, dirigieron una carta a mis tíos de Ferradillo. Dentro del sobre introdujeron una foto en la que aparecía el grupo al completo, incluidos los tres guerrilleros que habían decidido quedarse en los montes de El Bierzo. Por detrás de la instantánea, un texto supuestamente escrito por alguno de ellos aseguraba que todos habían llegado con éxito y que se encontraban bien. Una vez interceptada, la guardia civil mordería el anzuelo, dando por finalizada la vigilancia sobre el pueblo.
Pero el engaño duraría sólo unos meses. A finales de 1950, una confidencia pondría a la guardia civil tras la pista de los tres guerrilleros. En aquel tiempo, las autoridades franquistas diseñarían una táctica más infalible si cabe que la represiva; la guardia civil comenzaría a gratificar económicamente a todo aquel que facilitase cualquier dato que llevara a estos a localizar el paradero de alguno de los guerrilleros. Las ofertas harían mella en la ya desgastada moral de algunos enlaces, que se vieron obligados a elegir entre el billete, la estaca o el continuar en la lucha después de catorce años de guerra y posguerra más que perdida. La elección parecía clara.
Los resultados no tardarían en llegar. A principios de 1951, dos de aquellos hombres serían cercados en el interior de una cueva situada en las cercanías de las ruinas de Cornatel. Después de dos horas de un intenso crepitar de armas, y cuando los guardias hicieron la descubierta, hallarían en el interior de la cavidad sus cadáveres. Ambos habían optado por el suicidio; era la forma más rápida de encontrarse con una muerte que les hubiera llegado de todas formas, tras el pelotón de fusilamiento o en el garrote vil, en el caso de haber caído en manos de sus perseguidores. Una nota escrita a mano y con caligrafía temblorosa sería su único testamento; en ella, los dos hombres solamente pedían que sus muertes significasen el final de las torturas para sus familias.
El causante del episodio sería un antiguo enlace de la localidad de Villavieja al que los guerrilleros habían confiado una cantidad de dinero y que les denunciaría ante las autoridades cuando quisieron recuperarlo, decididos a salir en un barco desde Vigo hacia Argentina. Con la cantidad obtenida por la traición, y el dinero que le habían confiado los guerrilleros, el enlace abandonaría el pueblo para no regresar jamás.
Cinco meses después, el último superviviente de lo que un día había sido la primera guerrilla de España aparecería muerto junto a un arroyo a las afueras de Manzanedo, su localidad natal. Cuentan que fue un pastor de la localidad el que descubrió su cadáver y dio aviso al cuartelillo de San Cristóbal de Valdueza. Más tarde, al llegar la pareja de guardias, uno de ellos se ensañó con el guerrillero descerrajándole un cargador entero sobre su cuerpo inerte. Así, los guardias se apuntarían oficialmente el tanto. Pero la realidad fue bien distinta; después de aplicar la ley de fugas a Don Lodario, médico de San Esteban, el líder guerrillero no pudo sobrellevar la enfermedad pulmonar que arrastraba desde hacía años y se suicidó. Su cuerpo, después de ser expuesto por todos los pueblos de la zona, fue semienterrado extramuros del cementerio de Salas de los Barrios. A falta de médico titular, nadie pudo determinar la verdadera causa de la muerte del último guerrillero de El Bierzo.
Pocos meses después del episodio ocurrido en casa de mis tíos, me volví a encontrar cara a cara con Argüelles. Había ido a jugar con Jorge a su casa de la Avenida de José Antonio. Su mirada amenazante, la misma que la de aquella noche, me hizo comprender enseguida que se había establecido entre nosotros otro pacto que me obligaba a guardar un silencio sepulcral por todo lo que había visto y oído. A Jorge tampoco se lo conté jamás, no hubiera sido justo que por mi culpa pudiese cambiar la imagen heroica que todo hijo suele tener de su padre. Cuando acabó su misión, Argüelles fue trasladado a Astorga y se llevó con él a su familia. Una vez retirado, se trasladaron a Las Palmas de Gran Canaria. Después de morir su padre, Jorge se marchó a vivir a Londres y llegó a ser uno de los ingenieros de mayor prestigio. Allí le perdí la pista.
Mis tíos fueron los últimos en abandonar el pueblo, ingresando ambos en el Hospital de la Reina. Mi tía fallecería pocos meses después de llegar a aquel lugar. Antonio, mi tío, sacaría fuerzas para llegar a ver cumplido el sueño de volver a vivir en un país democrático con el que siempre había soñado. Murió a finales de 1978.
El joven Gabriel, al morir su madre, se instaló en el Puente Boeza y comenzó a trabajar en el mejor almacén de coloniales de la ciudad. Pese a ello, nunca ha podido superar el trauma de la muerte de su padre. De vez en cuando nos vemos tomando un vino en el Olego, o un cubalibre en las noches del Tropical.
Santiago Macías
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Las columnas de Santiago Macías en La Crónica de León en http://www.santiagomacias.bitacoras.com/
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Nota.- [1] El médico Don Lodario tuvo relación de amistad con quien fue en los años de la posguerra Maestra en la misma tierra berciana Nela Alonso Ruiz, de La Bañeza, cuya familia había sido duramente represaliada allí en los años de la guerra: su hermana María asesinada ("paseada") en Izagre, con diez personas más, el 10 de octubre de 1936; ella misma, sus hermanas y su madre encarcelada en varias ocasiones en la Prisión del Partido de La Bañeza, y su hermano Ignacio obligado a pasar cinco años (desde agosto de 1936 hasta 1941) escondido como "topo" en la casa familiar de La Bañeza, en la calle Astorga, y después procesado y encarcelado. Sobre los "paseados" de Izagre, véase el artículo "Huesos al borde del camino".